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Sunday, July 18, 2010

el duende.



El Duende despertó de madrugada.  No era la primera vez que esto pasaba. Con la barba empapada y los ojos bien abiertos, de un jalón estaba sentado con la espalda completamente erguida, el torso desnudo y las manos a los lados.

Alrededor de él reinaba el Silencio, un Silencio decorado con cigarras y conversaciones de aves de la noche, un río a lo lejos y otras vibraciones indescriptibles.  El Silencio de siempre en el viejo Bosque.
El Duende se levantó y salió de su cabaña.  El aire era cálido y húmedo, con un leve aroma a canela y hierbas, humo y flores de noche.  Caminó descalzo sin molestarse en ver el suelo, conocía bien esa tierra y la tierra lo conocía bien a él. La sensación de las ramas y las hojas en las plantas de los pies era algo cotidiano y los insectos al sentir el primer paso, sabían que debían apartarse de la ruta. 
Al llegar al río, el Duende zambulló la cara en el agua dándole un buen trago. Se quedó un par de segundos con la cabeza en el agua, sacando el aire por la nariz con las manos prensadas de las piedras de siempre, dejando que cada gota de sudor se mezclara para siempre con las aguas que irían a dar al Mar, luego a las nubes y de nuevo a la Montaña congelada, para derretirse y volver a las venas del Bosque.  El Duende conocía bien esas aguas y las aguas conocían bien al Duende.

Cuando sacó la cabeza y escurrió sus barbas se puso de rodillas y, tomando un poco de agua entre sus manos, la lanzó con fuerza al centro de su pecho. Repitió este movimiento tres veces, pausado y certero, con los ojos cerrados y la respiración acompasada. Se puso de pie. Metió los pies en el agua: primero el ágil y luego el fuerte.

Emprendió su regreso a casa por el mismo camino. Se detuvo junto al Árbol de las Memorias para mirar hacia arriba.  Entre las ramas del viejo árbol se podían ver las estrellas y los mundos lejanos, parpadeando al ritmo del caer de las hojas.  El duende se sentó en las raíces expuestas de aquel macizo, más antiguo que el tiempo, y cerró los ojos.

El aire más frío de la noche anunciaba la salida del Sol, los vientos de la noche que se apartan para dar lugar al rocío de la mañana, que se alejan para cobijar los sueños de algún sitio lejano que el Duende jamás conocería.

El Duende abrió los ojos y se levantó, el Bosque se preparaba para amanecer, los pájaros de la mañana hacían su parte en la orquesta del Silencio, luego los gallos y las libélulas, los perros y siempre el río.

Caminó hacia su cabaña y se detuvo frente a la puerta, sin abrirla. Con la mano recargada, a punto de empujarla hacia adentro, pero sin abrirla. Bajó la cabeza y respiró profundamente con los ojos apretados. Se dio la vuelta y siguió caminando alejándose, poco a poco y sin mirar atrás, de su cabaña, del Árbol de las Memorias y de todo lo que se le hacía familiar.

Caminó hasta el límite del Bosque, hasta el lugar donde ya no se escucha la cigarra y donde los árboles no tienen memoria, donde el río se viste de negro y hay un solo camino.  La tierra era muy dura y muy caliente para los pies del Duende que estaban acostumbrados a la humedad de la tierra y las cosquillas de las ramas.  Pero el Duende no podía detenerse ni volver atrás, sabía lo que había en el Bosque y lo amaba, pero en su interior vibraba una sensación que jamás había sentido, una curiosidad insaciable, quería ir al lugar al que iban los vientos de la noche y del que venían los calores de la mañana. Quería saber hasta dónde llegaba ese único camino caliente.

El duende siguió caminando por la dura tierra, dando brincos cortos para no quemarse, hasta que se encontró con un Hombre que caminaba hacia él.

El Duende y El Hombre se miraron a los ojos.  El Hombre lloraba y El Duende conoció en sus ojos todo lo que existía fuera del Bosque, conoció el verdadero Silencio y el Dolor del Alma.

El Duende abrazó al Hombre y lo llevó con él al Bosque. Enjuagó sus lágrimas en el río y le enseñó el camino a su cabaña.

Con el tiempo, el Hombre se acostumbró a vivir en el bosque y descubrió las voces del Silencio. El Bosque también se acostumbró al Hombre.

El Hombre intentó enseñarle al Duende sobre el tiempo, pero el Duende no quería aprender nada que no pudiera aprender del Silencio.

El Duende no sabía hablar y su Sabiduría era ilimitada, todo frente a él era infinito, hasta el día que aprendió la primera palabra, y la segunda, y la tercera. Comenzó a saber los nombres de todo cuanto lo rodeaba y lo infinito se convirtió en finito.  La Sabiduría se volvió conocimiento.

El Duende nunca volvería a hacer nada que no pudiera explicarse con palabras, ni a escuchar nada que no estuviera conformado por ellas.


El Duende despertó de madrugada.  El Hombre se había ido, y por primera vez en su conciencia, El Duende se sintió solo.

Caminó hacia el límite del Bosque por un camino que no conocía, se lastimó los pies con las ramas y aplastó algunos insectos. La cigarra cantaba con fuerza y las voces del Bosque gritaban sin cesar, pero él había dejado de escucharlas. El Duende se había olvidado del Bosque y El Bosque se había olvidado de él.

El Duende se detuvo, y cansado decidió volver atrás, pues ahora sentía miedo de aquella oscuridad.

Con el tiempo se olvidó de las palabras, pues no había quien las escuchara; se olvidó de los nombres y de cómo pronunciarlos; se olvidó del Hombre y de lo que había fuera del bosque.  Se olvidó del conocimiento y comenzó a recordar.






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